viernes, 22 de marzo de 2013

Sin coordenadas


Solía decir que hay lugares a los que nunca se puede volver, que aun tratándose de las mismas coordenadas, ya no serían los mismos.
Cuando tenía veinte años vivía en casa de mis padres. Estudiaba allí, comía, dormía, celebraba los cumpleaños y soñaba. Salía a correr todos los días justo antes de que anocheciese, al atardecer, y regresaba cuando ya se había escondido el sol. Al llegar a casa, mi madre estaba preparando la cena, era ella quien acostumbraba a abrirme la puerta.
-¡Hija! Cualquier día te va a dar algo... -me decía- ¡Vienes como un tomate! ¿Tienes que hacerlo todos los días?
Yo sonreía y entraba en el cuarto de baño. Me miraba en el espejo. Lo cierto es que parecía que tenía el rostro desencajado: colorada, los labios y la zona de las ojeras en blanco. Siempre me pongo así cuando hago deporte.
Dejaba mi atuendo en el cesto de la ropa sucia y procedía a ducharme felizmente. Al salir, encontraba la cena recién hecha en la mesa de la cocina. Un gustazo.
Después iba a mi habitación, mi fortaleza, mi templo... mi reino. Las posesiones más preciadas -todas mis posesiones- se encontraban en allí. El radiocasete, el sintetizador, la guitarra, la baraja de cartas, mis cintas de música y mis libros. La cama era sagrada, como si volviese al vientre materno cada noche. Recuerdo cómo me apiadaba de los kurdos. Era la época en que fueron expulsados vilmente de sus aldeas y tuvieron que dejar atrás su hogar. Pensaba en que los pobres no tenían dónde caerse muertos y yo, en cambio, estaba calentita en ese templo del descanso.
Era feliz allí. El saco de mis sueños tenía un lugar especial en ella. Se podía meter la mano en él y saliera el que saliese estaba flamante, cargado de potencia, como un rayo dispuesto a hender el cielo.
En el verano me encerraba allí durante la siesta y, tendida bocabajo sobre la cama, leía compulsivamente; terminé en tres días “Cien años de soledad”. Me lo habían regalado mis amigos por mi cumpleaños. Lo acompañé con el ruido del aire acondicionado y un casete de Zuccero, “Senza una donna”. No cambié de banda sonora hasta que terminé el libro. Todavía se me vienen a la cabeza los personajes -Arcadio Buendía, Úrsula, Aureliano...- cada vez que escucho una de aquellas canciones. Están indisolublemente unidas a ellos. Veía mi cuarto como mi Macondo particular.
Todos los días hacía el mismo ritual y el mismo recorrido. Me ponía un bañador olímpico de esos que te ciñen el cuerpo -hacen más cómodo el trote-, mis mallas de ciclista, un cinturón apretado que sujetaba el voluminoso walkman y una amplia camiseta para que disimulase el bulto que el aparato creaba en la cintura. Lo último eran los calcetines y las zapatillas de deporte. La coleta me la hacía después de ponerme la camiseta.
Mientras bajaba en el ascensor iba introduciendo el cable de los auriculares por debajo de la ropa. Salía de él. Antes de cruzar la línea que separaba la calle del portal, apretaba el play, inspiraba y comenzaba a trotar; ligero, muy ligero. Ya tendría tiempo de apurar la marcha.
El trayecto no era muy largo, cuatro kilómetros más o menos, pero nunca he sido una gran fondista, en lugar de ampliarlo intentaba recorrerlo cada día en el menor tiempo posible. Realizaba un sprint unos doscientos metros antes de regresar al portal. Cuando lograse finalizar el recorrido sin sentir que estaba a un pelo de llegar al punto muerto, ampliaría los kilómetros. Nunca lo hice. Como cada vez me costaba menos correr esa distancia, esprintaba con más fuerza, por lo que llegaba a la meta sin resuello.
 La mayor parte del camino transcurría por el paseo fluvial. Los atardeceres del Guadiana son una maravilla. Dicen que hasta el califa Mutawakkil les dedicó alguno de sus versos.
Después tocaba un tramo urbano y regresaba por el Puente Nuevo cuando ya había oscurecido. El río no reflejaba el cielo en sus aguas, sino las luces de la ciudad. Siempre había unos preciosos pájaros blancos, grandes, revoloteando alrededor de los árboles, centinelas del Guadiana, pero a esas horas descansaban en sus ramas.
Casi veinte años después, voy de visita a casa de mis padres. Mi habitación es una especie de cubículo de seis metros cuadrados que mi madre reorganizó hace tiempo, cuando me fui de casa, como posible habitación de invitados -tiene una camita individual que no es ni de lejos mi camantemplodeldescanso-, y lugar donde poder recrearse cosiendo, pintando o leyendo cuando uno quiere alejarse del resto de los huéspedes que anidan en el salón y del ruido de la tele. De mi reino sólo quedan las cortinas, ¡únicamente las cortinas! Cuando vi por primera vez que mi habitación había sido desmembrada, ¡desarticulada!, me sentí perdida, como si me hubieran cortado la raíz, sin lugar al que volver, igual que un Teseo sin hilo dentro del laberinto...
-Por lo menos podrías haber dejado los muebles -le dije a mi madre-. Las estanterías te venían muy bien, las dejé vacías. La cama nido era más práctica que esta, tenía otra cama debajo y...
-Nena -replicó-, sea como fuere, te habría dolido. Es mejor que esté lo más diferente posible.
-Ya... Bueno. Has dejado las cortinas, pero ahora no pegan con el resto.
-¡Sí pegan! Son de un malva muy clarito que va con todo, son casi blancas.
-Tú verás, lo cierto es que es tu casa, yo ya no vivo aquí. No tengo derecho a decirte como tienes que ponerla.
-Esta será tu casa siempre.
-...
-Te diré una cosa -mi madre bajó la mirada y cogió mi mano-. También lo he hecho por mí. Abría la puerta de tu cuarto, me quedaba mirando cómo tu adolescencia y juventud campaban a sus anchas por aquellas estanterías y murales que colgaste en la pared, y tú no estabas... Buscaba...
-Mamá...
Me acerqué a abrazarla. Ella se retiró para poder mirarme a la cara mientras continuaba hablando.
-¡No! Déjame decirte, nena. Buscaba las huellas de tu paso por el edredón de la cama, pero siempre estaba intacto, recién hecho, porque tú ya no estabas... Y mil cosas más. ¿Lo entiendes?
-Lo entiendo. Te quiero. Te abrazo.
La abracé.
-Yo también lo echo de menos mater -le dije al oído-, hasta que me acostumbre. Nadie me obligó a irme, fue mi elección, pero cuesta.
-Tu padre casi se enfada conmigo. Él no quería que tocase nada, pero yo le dije que no te habías muerto, que sólo vivías en otra ciudad, que a mí se me hacía más difícil tu ausencia teniendo tantas evidencias de ti.
-Ya... Si es que tienes razón...
Y me despedí de mi reino para siempre. Lo guardé en mi particular bolso de Mary Poppins, donde cabe todo lo que quiero llevar a cuestas sin que ocupe demasiado; el jardín salvaje de la memoria.
Ya no salgo a correr por la ribera del río; entro a hacerlo al gimnasio, en la cinta donde puedo poner la velocidad que quiera mientras me miro en el enorme espejo que hay frente a mí.
El ritual es parecido, pero ya no hay cinturón ajustado porque escucho música en un aparato minúsculo que me regaló mi marido y que todavía no estoy de segura de saber como se llama, creo que es un Mp4. Lo coloco en el pecho, debajo de un sujetador especial para correr. Las zapatillas siguen siendo lo último que me pongo, el cable de los auriculares lo llevo preparado desde casa. Una casa baja que está a cincuenta metros del gimnasio, sólo tengo que cruzar un paso de peatones. No hay agua ni pájaros, pero suenan las campanas de la iglesia cada cuarto de hora, cosa a la que te terminas acostumbrando y llega, incluso, a tener su encanto. Ahora las campanas me dan buen rollo cuando estoy de viaje, porque me recuerdan a mi hogar; al lugar donde he logrado sentirme, de nuevo, en casa.
Hace dos días me hallaba corriendo sobre la cinta, fantaseando con llegar yo qué sé a dónde, y comencé a recordar mis carreras veinteañeras, el río, los atardeceres, mis jóvenes piernas engullendo más de un metro en cada zancada -todo lo que he contado a lo largo de este relato- mientras escuchaba Fix you de Cold Play. Cerré los ojos. Imaginé mi reino y deseé estar una vez más en él -aunque sólo fueran unos instantes- con más fuerza que nunca. Chirs Martin cantaba el estribillo: “las luces te indicarán el camino a casa...”. La guitarra sonaba con toda su intensidad en un final de canción apoteósico. Quedaba el último minuto de carrera. Abrí los ojos, esprinté. Una fuerza me atrajo hacia el gran espejo; una luz de antaño me secuestró en el tiempo y logré estar allí.
Todo seguía igual, mi reino me rodeaba. Miré la mesa, mi cama, me escuché cantar desde la ducha mientras olía la cena que estaba preparando mi madre; casi pude tocar las zapatillas de deporte que había dejado de forma descuidada detrás de la puerta. Respiré hondo. De repente noté que, lentamente, todo se iba haciendo más pequeño, se perdía en un horizonte ficticio. Hasta que desapareció tras el espejo. El programa de media hora de carrera había llegado a su fin a la vez que la canción. La máquina paró, mis piernas, temblando, dejaron de correr. Me puse la sudadera, apagué la música y regresé a casa. Había estado en mi reino de nuevo.

Solía decir que hay lugares a los que no se puede volver. Menos a aquellos que llevas grabados a fuego en el alma y en el recuerdo.
El deseo es el combustible, la imaginación, el vehículo.
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Saludos con el viento.

martes, 5 de marzo de 2013

Un saludo muy especial


Hoy, desde este portal de palabras, quiero enviar un saludo muy especial a los chicos y chicas de sexto del Colegio Antonio Chavero.
Sé que han estado “paseando” por Miviento. Desde aquí les animo a que se dejen abrazar por la Literatura y el universo magnífico que ésta les puede mostrar.
Un abrazo.


Saludos con el viento.

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